(En respuesta a Jesús
Zamora Bonilla)
Me detengo con interés en la lectura del artículo "Cómo
no defender las humanidades" de Jesús Zamora Bonilla. Y lo hago no sólo
por el prestigio del autor y por la afinidad intelectual- y laboral- que tengo
con él, sino sobre todo porque que algunas de las ideas que apunta me han ido
rondando la cabeza desde hace tiempo. Es conocido que casi siempre buscamos
confirmación de los más sabios en nuestras modestas intuiciones, y el artículo
de Jesús Zamora parecía ofrecer una buena oportunidad para ello. Las ideas con
las que estaba de acuerdo eran más o menos estas: la formación en filosofía o
cualquier saber humanístico, no otorga per se la capacidad de pensar
críticamente, ni estas disciplinas encarnan en sí mismas el espíritu
fundamental de la democracia.
Sin embargo, tal y como el propio Bonilla apunta por boca de
Aristóteles, mi estima por lo que yo creo verdad ha resultado estar por encima
de sus asertos. He de constatar que sus argumentos, aunque apuntan algunos
aspectos interesantes, no me convencen lo más mínimo. En honor a esa verdad que
amamos, también hay que decir que quizá Jesús esté guardando alguna verdadera
defensa de las humanidades para otro artículo, y sería de justicia esperar a
ver cómo se sustancia.
Pero decía que tal y como están expresados ahora, no me
convencen en absoluto. En primer lugar porque no está claro qué sea eso de las
“humanidades”, y porque está menos claro aún que la Filosofía sea uno de estos
saberes "de humanidades", tal y como Jesús los presenta. Siendo como
es él, Catedrático de Filosofía de la Ciencia, debiera ser mucho más preciso en
estas definiciones para no confundir a un público poco versado -y quizá aún
menos interesado- en estos asuntos. Si las Humanidades son como él asegura,
saberes que aglutinan la Historia o la Literatura, oponiéndose a las
“ciencias”, entonces la Filosofía -así en mayúsculas y en general- no debería
estar incluida en el grupo, dado que la lógica y la filosofía de la ciencia plantean,
por su formalidad, no pocas diferencias en cuanto al objeto y al método de las
disciplinas humanísticas así entendidas. Se convendrá conmigo también, en que
sólo para deshacer el entuerto y mantener esa artificiosa oposición, no deberían
ser las ramas formales caprichosamente podadas del árbol filosófico.
Si por otro lado las “humanidades” son entendidas como una
amplia familia en la que, más orientadas a los fines que a sus objetos de
estudio, deben entrar las ciencias formales e incluso empíricas, entonces la
distinción no tiene sentido y simplemente cabría apelar a la responsabilidad de
los educadores para no seguir empleándola. Como Savater y tantos otros, yo me
incluiría dentro de este último grupo: tan humanistas son Newton, Descartes o
Russell como Dante, Moro o Cervantes, y los itinerarios intelectuales que pueda
haber seguido cada uno de ellos, no excluye que los saberes que cultivaron
fuesen todos, como asegurara Terencio, humanamente
concernientes.
Hay que darle la razón a Bonilla en algunas cosas: dos años
de filosofía en la escuela no hacen automáticamente ciudadanos democráticos y
críticos, de la misma manera que doce años de lengua, matemáticas o ciencias
naturales no consiguen evitar que el 30% de los estudiantes no sepa leer un texto
de dificultad media o resolver una regla de tres, o que el 25% de la población
en general deje de creer que el sol gira alrededor de la tierra. Tenemos un
problema con la educación y es que ésta no responde a los fines para los que
fue diseñada ¿o en realidad sí lo hace?
Para responder a esta pregunta, quiero ser justo y señalar
que hay una falacia en la última argumentación: he mezclado intencionadamente
al grupo de los estudiantes con el total de la población. Es ésta una
precaución que todo buen humanista debiera tener, si es cierto que muestra amor
por la verdad: no mezclar churras con merinas. No es justo decir que
determinadas disciplinas no han conseguido hacer que la población sea menos
consumista o más cultivada, en primer lugar porque no toda la población ha
estudiado esas disciplinas, en segundo lugar porque no hay una relación radical
de causa y efecto entre los dos hechos -y esto es así, entre otras cosas porque
la enseñanza o didáctica de unos saberes no es asimilable a estos mismos
saberes- , y en tercer y último lugar, porque hay una desequilibrada relación
dialéctica entre lo que se enseña en la escuela y lo que se vive
en el resto de la estructura política, social y económica. Esta última realidad
conforma, desde la práctica, a un individuo dual que se debate entre el tiempo
de obligación y el de ocio. En nuestras
sociedades, ese tiempo de obligación se
orienta en los primeros años de la vida a garantizar una formación que asegure
un sustento económico futuro, que pueda a su vez revertirse en un ocio
fundamentalmente consumista.
¡Ah, el consumismo! Poco importa que los humanistas advirtamos en clase sobre los males del consumismo
si la escuela es vista, con respecto a sus fines últimos, como la etapa que
debe superarse para garantizarse un futuro laboral. Poco importa que los
saberes que se impartan en ella no sean estrictamente economicistas si al cabo
la educación se convierte en criterio de selección para acceder a un mundo
regido económicamente. Tampoco importa que esta concepción de la educación sea
errónea, porque lo que cuenta es la percepción de su certeza en la mayor parte
de la población. Esto, y no otra cosa es lo que ha venido a redundar en la
profecía autocumplida de la LOMCE, una Ley que, atendiendo a este bien asentado
prejuicio, vincula educación y empleo sin el más mínimo escrúpulo.
En este mismo sentido, es perfectamente comprensible que la
malhadada Ley Wert se haya ocupado de cercenar los saberes humanísticos y muy
en especial la Filosofía. El actual embajador de España para la OCDE se ocupó
de dejar claro de que eran saberes que “distraían” -suponemos- del supuesto
objetivo final de la educación: ganar empleabilidad. Muchos no creemos en la
maldad intrínseca del ex-Ministro Wert. Simplemente constatamos que su concepto
de educación y el nuestro no coinciden: el suyo es pragmático, y en él no caben
unas disciplinas que se ocupan de la crítica o los saberes que fomentan el enriquecimiento no
crematístico. Desde su punto de vista es natural pensar así, dado que la esfera
del cultivo personal pertenece al ocio, no al negocio.
Nuestro punto de vista, por el contrario, es que la
educación, en tanto que emancipatoria y autorrealizativa, precisa de estos
saberes. Eso sí, bien impartidos. Quizá aquí radique lo esencial del asunto que hablaba Jesús Zamora Bonilla y que según mi modesta opinión, no ha sido tratado
con acierto.
Que la filosofía -o cualquier otra disciplina humanística-
fomente el espíritu crítico quiere decir que pone al servicio del alumnado el método
según el cual todo elemento cultural -tómese en el sentido más amplio que se
pueda- debe ser cuestionado en su radicalidad y consecuencias, obteniendo así
una idea general de cuáles son sus presupuestos, a qué intereses sirven y
porqué éstos debieran ser considerados lícitos.
La pregunta es si esto podría conseguirse desde la enseñanza
de la filosofía -por ejemplo- en las escuelas. Mi respuesta es que hoy por hoy
sería difícil afirmarlo, pero sólo en la medida en que nuestros programas están
obsoletos: si en clase hacemos una historiografía en lugar de una filosofía
crítica propiamente dicha, es normal obtener resultados distintos a los
esperados; no importa tanto lo que decían Platón y Aristóteles sino cómo y por
qué lo decían. Así, no debiera ponerse el acento en su antidemocratismo y su
clasismo sin explicar las causas por las que estos prejuicios impregnaban su
filosofía. También cabría decir que para cada antidemócrata o elitista en la
historia de la filosofía, hay una némesis ideológica que sostiene viva y
racionalmente lo contrario; pretender que el pueblo de los filósofos es
abiertamente hostil a la democracia es una falacia que se comenta por su propio
nombre: generalización abusiva.
Lo que sí constata acertadamente Bonilla en su artículo, es
que aun estando mal programadas en cuanto a su didáctica en el currículum de
secundaria y bachillerato, contamos con un gran vivero de vocaciones
filosóficas -entendidas en el sentido weberiano- en nuestras facultades. Y esto
es así porque esta disciplina, incluso mal impartida, ofrece vías de solución
-o más bien simple clarificación- a los interrogantes que casi todo adolescente
se intelectualmente sano se plantea. Quizá sólo por eso mereciera formar parte
de una educación equilibrada.
La cuestión sobre los pilares de la democracia es así mismo
matizable: mi querido Jesús no ignorará que hay muchos tipos de democracia, o
mejor dicho, que hay muchísimos modos de organización democrática, con lo que
resulta como mínimo aventurado englobarlas a todas dentro de un único concepto
sin correr el riesgo de resultar impreciso.
Por ejemplo, nuestra democracia, entendida como el sistema de elección
de gobernantes, es puramente formal. Lo que quiere decir que en rigor, casi
ninguno de nuestros elementos organizativos e institucionales es estrictamente
democrático. Por no ser, nuestra democracia no es - en contra de lo que
aseguran muchos- siquiera representativa. Para ser una verdadera democracia
representativa los elegidos deberían ejecutar en el gobierno lo transmitido por
los electores, y de no ser así, debieran ser sustituidos por alguien que
representase realmente sus intereses. Huelga decir que para que esto funcione
la ciudadanía debe poseer un mínimo de cultura política, y que ésta se fomenta
desde luego, desde el cultivo de las humanidades entendidas en un sentido
amplio.
De nuevo volvemos al problema de cómo podría hacerse esto en
un aula. Mi respuesta sería que simplemente
debemos obedecer el mandato crítico del método filosófico, haciendo lo
que Foucault denominaría una “ontología del presente”, y dejando de lado gran
parte de un currículum decimonónico en su estructura y contenidos. Por ejemplo,
en mis clases muestro cómo la nuestra es una democracia no representativa, sino
de mercado: los partidos ofrecen y los electores compran. Así, no tienen que
esforzarse en pedir, proponer y mucho menos, razonar. Nuestro sistema
democrático está diseñado para que los ciudadanos no tengan que pensar, sino
sólo escoger entre lo dado. Interpelados, los alumnos suelen preguntarse con
inmediatez cómo cambiar las cosas para ser verdaderamente responsables. Por
ello, es cierto que no hay relación directa entre las humanidades y nuestra democracia, pero nadie duda de
que debiera haberla entre el cultivo de las humanidades y una verdadera
democracia representativa.
Creo, en fin, que los filósofos y humanistas no podemos
arrogarnos el espíritu crítico y la exclusiva legitimidad democrática, pero
también creo que desde nuestras disciplinas podemos hacer ver , mejor que
nadie, que se trata de elementos que requieren de un aprendizaje modulado en el
interés y la práctica. Hoy día el sistema educativo no responde a esas
necesidades y quizá quepa reformarlo. Algunos sólo pedimos que se tenga en
cuenta a los buenos humanistas a la hora
de hacerlo.
2 comentarios:
Muchas gracias por tu respuesta, y por tus comentarios, que me parecen en general muy atinados, y que tendré en cuenta a la hora de redactar la prometida segunda parte de mi artículo.
Un cordial saludo
Gracias, Jesús, es un honor.
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