domingo, 15 de enero de 2017

EDUCACIÓN Y RELIGIÓN: MISTERIOS SIN RESOLVER


Últimamente se ha producido una más que justa indignación entre los círculos académicos, a propósito de la publicación en el BOE del currículum de la asignatura de Religión Católica para Enseñanzas primaria, Secundaria y Bachillerato.
Se argumenta desde los mencionados círculos, no sin razón, que los contenidos sobre los que pontifica esta asignatura invaden competencias de otros ámbitos, fundamentalmente científicos, para introducir una cuña de acrítico dogmatismo entre las explicaciones cosmológicas de carácter racional.
Sin embargo la Jerarquía Eclesiástica, responsable de la redacción del currículum, tiene una respuesta para estas acusaciones: desde un punto de vista educativo las explicaciones basadas en la evidencia empírica y/ o demostrativa, son insuficientes para comprender la naturaleza y origen del Universo, caso de no suponerse elementos de carácter teológico que las fundamenten.
Con objeto de conseguir que los alumnos obtengan una respuesta integral a los interrogantes cosmológicos, la Iglesia justifica esta intromisión en el currículum de otras asignaturas asegurando que ellos tienen conocimiento de esos elementos, y pueden ponerlos a disposición de quien lo desee.
Así, lo que la Iglesia Católica pretende es conciliar la justificación teológica con la -irrenunciable- evidencia científica, de manera que aquélla venga a erigirse en una suerte de fundamento necesario de ésta.
Los obispos, además, se arrogan el derecho a introducir estos criterios en su asignatura, dado que el Concordato revisado en los albores de la democracia les habilita para diseñarla a su antojo y sin posibilidades de enmienda por parte de las autoridades educativas laicas
El conflicto no es nuevo, y las razones que cabe atribuir a esta especie de intrusión profesional no son desconocidas, pudiendo encontrarse en la propia idiosincrasia del catolicismo: la doctrina establecida por los sucesivos herederos de Pedro, en concilios como el Vaticano I (1869/70) o encíclicas como Qui Pluribus de Pio IX, que vio la luz en 1846 o  Fides et Ratio de Juan Pablo II, de 1998, afirman que el catolicismo debe ser refractario a todo fideísmo, a la idea de que la fe sola se basta para alcanzar la Verdad última que dote de sentido a la existencia.
De este modo la intelectualidad de la Iglesia argumenta desde los presupuestos de la filosofía de San Agustín y sobre todo Santo Tomás, que la razón no sólo puede y debe ser compatible con la fe, sino que el conocimiento racional es una de las vías para explicar esta Verdad, no obstante su incapacidad para comprenderla en su totalidad sin el auxilio de elementos teológicos.
Curiosamente, los presupuestos tomistas son reconocidos como fundamento de toda ciencia en el Concordato firmado por Franco en 1953 -base del firmado en 1979- y algunos colaboradores de  eldiario.es han mostrado cómo sus ecos perviven en el currículum actual.
Lo que querría sugerirse desde esos supuestos es que siendo verdadera en algún aspecto la explicación científica, por sí misma resultaría insuficiente para la comprensión profunda del carácter misterioso de la existencia del Universo y por extensión, de los seres vivos que la pueblan. 
Es decir: la ciencia explica el “qué” o el “cómo”, pero es incapaz de explicar el “porqué” de la misma.
Desde ese punto de vista tomista, lo que debiera hacer la ciencia es contribuir ad maiorem dei gloriam, mostrando mediante los argumentos finalista y del diseño el supuesto equilibrio y la perfección del Universo Creado, de manera que ésta acabase por convertirse en un inesperado aliado de la fe. Consecuentemente, la Iglesia nunca renunciará al ascua científica mientras pueda arrimarla a su sardina teológica, aunque esto suponga pervertir los contenidos del conocimiento racional.
Todos estos argumentos han sido criticados muchas veces por los filósofos y científicos de las más diversas épocas. La mayor parte de esas críticas son acertadas, porque apuntan a las falacias, sesgos cognitivos, prejuicios teóricos y burdas antropomorfizaciones sobre las que se sustentan. No entraremos aquí en una enumeración de los contraargumentos, por ser fácilmente accesibles en otros lugares dedicados a ello.
Baste decir, sin embargo, que la crítica principal debe basarse en el error epistemológico que subyace en la idea de que una verdad pueda fundamentarse en un misterio: la naturaleza inaccesible del sentido del Universo se esclarece según la Iglesia en la Verdad incuestionada e incuestionable de un dogma, que actúa a la vez como premisa y como conclusión.
Así mismo, cabe hacer una crítica intencional y no ya puramente epistemológica; ésta se sustanciaría en el hecho de que el fomento del análisis crítico que el currículum de religión hace conciliar con los imperativos de la Ley educativa, se orienta sólo hacia los aspectos científicos, y nunca hacia la Verdad religiosa.
Pero en contra de lo que afirma la Iglesia, no puede asumirse un espíritu crítico mientras se suponga como fundamento una Verdad absoluta no accesible al mismo, puesto que una y otra actitud son excluyentes por definición.
La insistencia de la Iglesia en excluir los dogmas de fe del alcance de la razón crítica responde a la pretensión de que éstos sean obedecidos, y no escrutados. Si en algún lugar queda algo de espacio para el fideísmo en la Iglesia Católica es aquí: no se cuestiona lo que simplemente debe asumirse por fe.
Así, por todo lo expuesto, debemos reconocer que resulta cuanto menos chocante el hecho de que el Ministerio de Educación, al que se supone cierta neutralidad, se avenga a permitir que los obispos introduzcan razonamientos tan discutibles y como mínimo contradictorios con gran parte del currículum de muchas otras asignaturas, con la sola excusa de que existe un concordato: los acuerdos internacionales no deben pasar por encima de los derechos fundamentales, y deben basarse en supuestos veraces y racionales, de manera que puedan estar sujetos a discusión jurídica. Es difícil creer que la imposición de misterios que contradicen los principios educativos cumpla con estos requisitos, y que éstos deban ser aceptados dogmáticamente por las autoridades educativas sin plantearse su idoneidad, porque ¿sería posible que alguno de esos aspectos contraviniese ciertos imperativos legales?
Precisamente en este sentido resulta mucho más que misterioso, directamente dañino, un hecho sobre el que no se ha llamado suficientemente la atención. Me refiero a la afirmación que se hace en los criterios de evaluación del segundo curso de primaria: “incapacidad de la persona para alcanzar la felicidad por sí misma” o bien, en los de sexto curso “Reconocer y aceptar la necesidad de un Salvador para ser feliz” así como los de bachillerato: “Dar razón de la raíz divina de la dignidad humana” o  "Aprender, aceptar y respetar que el criterio ético nace del reconocimiento de la dignidad humana" para justificar posteriormente en los estándares de evaluación que el alumno debe “Descubrir, a partir de un visionado que muestre la injusticia, la incapacidad de la ley para fundamentar la dignidad humana” y “Comparar con textos eclesiales que vinculan la dignidad del ser humano a su condición de creatura
En efecto, el colectivo de profesores de Filosofía debe reconocer aquí algunos de los presupuestos de las principales escuelas éticas, bien aquellos que refieren al carácter material de las mismas -la necesidad de alcanzar la felicidad según los sistemas basados en la filosofía de Aristóteles- , bien la de los formalismos kantianos, que aseguran que los fundamentos de la acción humana deben provenir de una suerte de reflexión personal que los incline al cumplimiento del deber, y no deben vincularse a elementos materiales o externos, ya sean la búsqueda de un bien concreto o la misma felicidad. Estas éticas de raigambre kantiana suponen la autonomía del ser humano para dotarse a sí mismo de una Ley Moral, que por su propia estructura racional, debe ser universal.
Según Kant:

 "La autonomía, es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional" (Kant, I. 1996, 49)

Y esta autonomía asegura que sólo en sí mismo puede hallar el ser humano el fundamento para desarrollar una ética basada en su capacidad para actuar conforme al deber de cumplir con la Ley Moral. Esto supone que su dignidad reside en su autonomía. Ello es coherente con el imperativo práctico que pretende erigir al ser humano como fin en sí mismo, y nunca como medio para alcanzar cualquier otro fin, sea éste un bien o no lo sea.
Kant negaría pues, la fundamentación teológica de la dignidad humana -que los católicos basan en la semejanza del ser humano con Dios- de manera que en ningún caso la obediencia a los dictados del Ser Supremo convirtiese al ser humano en un medio para alcanzar los mismos. El de Konigsberg llega a sugerir que un ser santo cuyas inclinaciones coincidiesen de pleno con el cumplimiento por deber de la Ley Moral, no estaría actuando autónomamente, sino como una suerte de robot moral.
No entraremos a discutir si la universalidad moral kantiana es o no realizable. De lo que se trataría ahora es de mostrar cómo subrepticiamente el catolicismo pretende erigirse por un lado en sustento axiológico de cualquier ética material -al introducir a Dios como único garante de la felicidad o al identificarlo como el supremo Bien- y por el otro intenta negar la autonomía moral del ser humano al mostrar el supuesto origen divino de la dignidad humana, lo que supone una apelación indirecta al kantismo para minar igualmente sus supuestos.
Así, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, redactada por Pablo VI en el contexto del Concilio Vaticano II en 1965, se dice en el punto 16:

“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente.

En nuestra opinión, este último extremo es particularmente grave, por cuanto subordina la autonomía a la dependencia y la reflexión crítica a la pura obediencia, lo que directamente contradice los objetivos de las últimas leyes educativas, incluida la LOMCE:

b) Consolidar una madurez personal y social que les permita actuar de forma responsable y autónoma y desarrollar su espíritu crítico.
h) Conocer y valorar críticamente las realidades del mundo contemporáneo, sus antecedentes históricos y los principales factores de su evolución. Participar de forma solidaria en el desarrollo y mejora de su entorno social.

Y esta es la base del principal problema que nos ocupa: según el Catecismo de la Iglesia Católica  ¿Quién puede erigirse en intérprete de la Ley de Dios, dado que negamos la autonomía humana?¿A quién debemos obediencia si queremos considerarnos morales, puesto que no hay un criterio autónomo ni heterónomo fuera de Dios para garantizar esta moralidad?
La respuesta es obvia: la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, que no sólo posee la Verdad del Misterio Cosmológico, sino el acceso a los designios del Creador, que deben ser obedecidos, no razonados e interpretados según un criterio racional y crítico:

"El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos en comunión con él." (Catecismo de la Iglesia Católica Nº100)

En este mismo sentido cabría preguntar si se ha planteado el Ministerio el significado de afirmaciones como las de que la Ley -se supone que se refiere al corpus legislativo del Derecho Positivo- es incapaz de fundamentar la dignidad humana, porque la mencionada asimilación de la dignidad con sus bases teológicas podría tener consecuencias inesperadas; ¿Qué sucedería si alguna de aquellas leyes positivas entrara en abierta contradicción con la interpretación que de la Ley de Dios hace la Iglesia Católica?¿En nombre de la obediencia divina podría alentarse la desobediencia civil?   
Así pues lo que debiera preocupar a los legisladores españoles es si ciertas recomendaciones de la Iglesia podrían instar al incumplimiento de mandatos constitucionales, por lo general basados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que vienen recogidos en los mencionados objetivos de secundaria y bachillerato de la propia Ley Educativa:

a) Ejercer la ciudadanía democrática, desde una perspectiva global, y adquirir una conciencia cívica responsable, inspirada por los valores de la Constitución española así como por los derechos humanos, que fomente la corresponsabilidad en la construcción de una sociedad justa y equitativa y favorezca la sostenibilidad.

¿Existe algún tipo de precepto semejante en el ordenamiento jurídico/teológico de la Iglesia católica?
Según la Congregación para la doctrina de la fe en su Instrucción Donum Veritatis, subtitulada "Sobre la vocación eclesial del teólogo" y redactada en 1990 por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger:
"Como lo ha recordado la declaración Dignitatis humanae, ninguna autoridad humana tiene el derecho de intervenir, por coacción o por presiones, en esta opción que sobrepasa los límites de su competencia. El respeto al derecho de libertad religiosa constituye el fundamento del respeto al conjunto de los derechos humanos. Por consiguiente, no se puede apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del Magisterio. "

Es decir, los propios Derechos Humanos garantizan el respeto a la libertad religiosa, y si en el ejercicio de la libertad religiosa un fiel contradice los Derechos Humanos, éstos no pueden suponer un obstáculo para coartarla. Esta afirmación recuerda gravemente a la sentencia que llama a aprovecharse de la democracia para derribarla, y constituye otro de esos juegos de palabras escolásticos que cualquier persona razonable no puede tolerar. Tal y como se demuestra en un artículo publicado por este mismo periódico, es un argumento que la Jerarquía eclesiástica no duda en utilizar.
Pero señalar el espíritu expansivo/invasivo de la Jerarquía no debe llevarnos a cargar las tintas sobre la religión; en honor a la verdad, debe decirse que gran parte de los preceptos cristianos tienen un carácter no sólo respetuoso, sino profundamente humanista. También sería justo reconocer que las más de las veces la aplicación de las leyes positivas es bastante laxa en lo que respecta al cumplimiento de los mandatos de esa Ley fundamental que es la Constitución. Pero ello no es óbice para señalar el peligro que supone esa justificación de la supremacía de la Ley divina sobre la humana.
Para no crear un alarmismo excesivo, debiéramos reconocer igualmente que en un aspecto pragmático parece poco probable que los alumnos que escojan Religión Católica vayan a dejarse llevar por criterios que entren en contradicción con las respuestas racionales, ya sea en los ámbitos de la Ciencia Natural o el Derecho Positivo. En un mundo altamente tecnificado, donde muchas veces las respuestas científicas o la lucha democrática han resuelto más cosas que la santa voluntad de los entregados a Dios, aun siendo creyentes las personas tienen claro que resulta más fácil inclinarse por la razón que por la fe; saben que el ejercicio de la autonomía es exigente pero liberador, y que la obediencia acrítica hacia un Ser que nos habla de amor pero cuyos súbditos no siempre predican con el ejemplo es cosa de otro tiempo.
O quizá sería mejor decir que lo sabían, puesto que desde que la LOMCE ha entrado en vigor, eliminando la Educación Ético Cívica como asignatura obligatoria, los alumnos que cursen Religión Católica ya no tendrán una asignatura que ponga en su conocimiento los principales criterios éticos de autonomía, conciencia crítica y ciudadanía responsable que se suponen objetivos exigibles a la Ley educativa. 
La pregunta sería entonces... ¿A qué esa insistencia por parte del Ministerio en reorientar los criterios educativos hacia los parámetros de obediencia, fe, acriticismo y misterio, eliminando incluso las asignaturas que favorecen el pensamiento autónomo y crítico?
¿Puede tener algo que ver con el silenciamiento, leyes mordaza mediante, de cualquier atisbo de crítica a poderes fácticos que creíamos olvidados?¿Con el cercenamiento de la libertad de expresión?¿Se pretende educar a los ciudadanos en la obediencia y la resignación? ¿Puede ser constitucional una Ley que alberga semejante currículum oculto?
Este es el verdadero misterio que subyace a la enseñanza de la Religión Católica en España.

Ángel Vallejo. 

Este artículo fue publicado en eldiario.es el día 4/4/2015


domingo, 8 de enero de 2017

¿DEFENDER LAS HUMANIDADES? BASTA CON QUE NO LAS ATAQUEN


(En respuesta a Jesús Zamora Bonilla)

Me detengo con interés en la lectura del artículo "Cómo no defender las humanidades" de Jesús Zamora Bonilla. Y lo hago no sólo por el prestigio del autor y por la afinidad intelectual- y laboral- que tengo con él, sino sobre todo porque que algunas de las ideas que apunta me han ido rondando la cabeza desde hace tiempo. Es conocido que casi siempre buscamos confirmación de los más sabios en nuestras modestas intuiciones, y el artículo de Jesús Zamora parecía ofrecer una buena oportunidad para ello. Las ideas con las que estaba de acuerdo eran más o menos estas: la formación en filosofía o cualquier saber humanístico, no otorga per se la capacidad de pensar críticamente, ni estas disciplinas encarnan en sí mismas el espíritu fundamental de la democracia.
Sin embargo, tal y como el propio Bonilla apunta por boca de Aristóteles, mi estima por lo que yo creo verdad ha resultado estar por encima de sus asertos. He de constatar que sus argumentos, aunque apuntan algunos aspectos interesantes, no me convencen lo más mínimo. En honor a esa verdad que amamos, también hay que decir que quizá Jesús esté guardando alguna verdadera defensa de las humanidades para otro artículo, y sería de justicia esperar a ver cómo se sustancia.
Pero decía que tal y como están expresados ahora, no me convencen en absoluto. En primer lugar porque no está claro qué sea eso de las “humanidades”, y porque está menos claro aún que la Filosofía sea uno de estos saberes "de humanidades", tal y como Jesús los presenta. Siendo como es él, Catedrático de Filosofía de la Ciencia, debiera ser mucho más preciso en estas definiciones para no confundir a un público poco versado -y quizá aún menos interesado- en estos asuntos. Si las Humanidades son como él asegura, saberes que aglutinan la Historia o la Literatura, oponiéndose a las “ciencias”, entonces la Filosofía -así en mayúsculas y en general- no debería estar incluida en el grupo, dado que la lógica y la filosofía de la ciencia plantean, por su formalidad, no pocas diferencias en cuanto al objeto y al método de las disciplinas humanísticas así entendidas. Se convendrá conmigo también, en que sólo para deshacer el entuerto y mantener esa artificiosa oposición, no deberían ser las ramas formales caprichosamente podadas del árbol filosófico.
Si por otro lado las “humanidades” son entendidas como una amplia familia en la que, más orientadas a los fines que a sus objetos de estudio, deben entrar las ciencias formales e incluso empíricas, entonces la distinción no tiene sentido y simplemente cabría apelar a la responsabilidad de los educadores para no seguir empleándola. Como Savater y tantos otros, yo me incluiría dentro de este último grupo: tan humanistas son Newton, Descartes o Russell como Dante, Moro o Cervantes, y los itinerarios intelectuales que pueda haber seguido cada uno de ellos, no excluye que los saberes que cultivaron fuesen todos, como asegurara Terencio, humanamente concernientes. 
Hay que darle la razón a Bonilla en algunas cosas: dos años de filosofía en la escuela no hacen automáticamente ciudadanos democráticos y críticos, de la misma manera que doce años de lengua, matemáticas o ciencias naturales no consiguen evitar que el 30% de los estudiantes no sepa leer un texto de dificultad media o resolver una regla de tres, o que el 25% de la población en general deje de creer que el sol gira alrededor de la tierra. Tenemos un problema con la educación y es que ésta no responde a los fines para los que fue diseñada ¿o en realidad sí lo hace?
Para responder a esta pregunta, quiero ser justo y señalar que hay una falacia en la última argumentación: he mezclado intencionadamente al grupo de los estudiantes con el total de la población. Es ésta una precaución que todo buen humanista debiera tener, si es cierto que muestra amor por la verdad: no mezclar churras con merinas. No es justo decir que determinadas disciplinas no han conseguido hacer que la población sea menos consumista o más cultivada, en primer lugar porque no toda la población ha estudiado esas disciplinas, en segundo lugar porque no hay una relación radical de causa y efecto entre los dos hechos -y esto es así, entre otras cosas porque la enseñanza o didáctica de unos saberes no es asimilable a estos mismos saberes- , y en tercer y último lugar, porque hay una desequilibrada relación dialéctica entre lo que se enseña en la escuela y lo que se vive en el resto de la estructura política, social y económica. Esta última realidad conforma, desde la práctica, a un individuo dual que se debate entre el tiempo de obligación y el de ocio.  En nuestras sociedades,  ese tiempo de obligación se orienta en los primeros años de la vida a garantizar una formación que asegure un sustento económico futuro, que pueda a su vez revertirse en un ocio fundamentalmente consumista.
¡Ah, el consumismo! Poco importa que los humanistas advirtamos en clase sobre los males del consumismo si la escuela es vista, con respecto a sus fines últimos, como la etapa que debe superarse para garantizarse un futuro laboral. Poco importa que los saberes que se impartan en ella no sean estrictamente economicistas si al cabo la educación se convierte en criterio de selección para acceder a un mundo regido económicamente. Tampoco importa que esta concepción de la educación sea errónea, porque lo que cuenta es la percepción de su certeza en la mayor parte de la población. Esto, y no otra cosa es lo que ha venido a redundar en la profecía autocumplida de la LOMCE, una Ley que, atendiendo a este bien asentado prejuicio, vincula educación y empleo sin el más mínimo escrúpulo.
En este mismo sentido, es perfectamente comprensible que la malhadada Ley Wert se haya ocupado de cercenar los saberes humanísticos y muy en especial la Filosofía. El actual embajador de España para la OCDE se ocupó de dejar claro de que eran saberes que “distraían” -suponemos- del supuesto objetivo final de la educación: ganar empleabilidad. Muchos no creemos en la maldad intrínseca del ex-Ministro Wert. Simplemente constatamos que su concepto de educación y el nuestro no coinciden: el suyo es pragmático, y en él no caben unas disciplinas que se ocupan de la crítica o los saberes  que fomentan el enriquecimiento no crematístico. Desde su punto de vista es natural pensar así, dado que la esfera del cultivo personal pertenece al ocio, no al negocio.
Nuestro punto de vista, por el contrario, es que la educación, en tanto que emancipatoria y autorrealizativa, precisa de estos saberes. Eso sí, bien impartidos. Quizá aquí radique lo esencial del asunto que hablaba Jesús Zamora Bonilla y que según mi modesta opinión, no ha sido tratado con acierto.
Que la filosofía -o cualquier otra disciplina humanística- fomente el espíritu crítico quiere decir que pone al servicio del alumnado el método según el cual todo elemento cultural -tómese en el sentido más amplio que se pueda- debe ser cuestionado en su radicalidad y consecuencias, obteniendo así una idea general de cuáles son sus presupuestos, a qué intereses sirven y porqué éstos debieran ser considerados lícitos.
La pregunta es si esto podría conseguirse desde la enseñanza de la filosofía -por ejemplo- en las escuelas. Mi respuesta es que hoy por hoy sería difícil afirmarlo, pero sólo en la medida en que nuestros programas están obsoletos: si en clase hacemos una historiografía en lugar de una filosofía crítica propiamente dicha, es normal obtener resultados distintos a los esperados; no importa tanto lo que decían Platón y Aristóteles sino cómo y por qué lo decían. Así, no debiera ponerse el acento en su antidemocratismo y su clasismo sin explicar las causas por las que estos prejuicios impregnaban su filosofía. También cabría decir que para cada antidemócrata o elitista en la historia de la filosofía, hay una némesis ideológica que sostiene viva y racionalmente lo contrario; pretender que el pueblo de los filósofos es abiertamente hostil a la democracia es una falacia que se comenta por su propio nombre: generalización abusiva.
Lo que sí constata acertadamente Bonilla en su artículo, es que aun estando mal programadas en cuanto a su didáctica en el currículum de secundaria y bachillerato, contamos con un gran vivero de vocaciones filosóficas -entendidas en el sentido weberiano- en nuestras facultades. Y esto es así porque esta disciplina, incluso mal impartida, ofrece vías de solución -o más bien simple clarificación- a los interrogantes que casi todo adolescente se intelectualmente sano se plantea. Quizá sólo por eso mereciera formar parte de una educación equilibrada.
La cuestión sobre los pilares de la democracia es así mismo matizable: mi querido Jesús no ignorará que hay muchos tipos de democracia, o mejor dicho, que hay muchísimos modos de organización democrática, con lo que resulta como mínimo aventurado englobarlas a todas dentro de un único concepto sin correr el riesgo de resultar impreciso.  Por ejemplo, nuestra democracia, entendida como el sistema de elección de gobernantes, es puramente formal. Lo que quiere decir que en rigor, casi ninguno de nuestros elementos organizativos e institucionales es estrictamente democrático. Por no ser, nuestra democracia no es - en contra de lo que aseguran muchos- siquiera representativa. Para ser una verdadera democracia representativa los elegidos deberían ejecutar en el gobierno lo transmitido por los electores, y de no ser así, debieran ser sustituidos por alguien que representase realmente sus intereses. Huelga decir que para que esto funcione la ciudadanía debe poseer un mínimo de cultura política, y que ésta se fomenta desde luego, desde el cultivo de las humanidades entendidas en un sentido amplio.
De nuevo volvemos al problema de cómo podría hacerse esto en un aula. Mi respuesta sería que simplemente  debemos obedecer el mandato crítico del método filosófico, haciendo lo que Foucault denominaría una “ontología del presente”, y dejando de lado gran parte de un currículum decimonónico en su estructura y contenidos. Por ejemplo, en mis clases muestro cómo la nuestra es una democracia no representativa, sino de mercado: los partidos ofrecen y los electores compran. Así, no tienen que esforzarse en pedir, proponer y mucho menos, razonar. Nuestro sistema democrático está diseñado para que los ciudadanos no tengan que pensar, sino sólo escoger entre lo dado. Interpelados, los alumnos suelen preguntarse con inmediatez cómo cambiar las cosas para ser verdaderamente responsables. Por ello, es cierto que no hay relación directa entre las humanidades y nuestra democracia, pero nadie duda de que debiera haberla entre el cultivo de las humanidades y una verdadera democracia representativa.
Creo, en fin, que los filósofos y humanistas no podemos arrogarnos el espíritu crítico y la exclusiva legitimidad democrática, pero también creo que desde nuestras disciplinas podemos hacer ver , mejor que nadie, que se trata de elementos que requieren de un aprendizaje modulado en el interés y la práctica. Hoy día el sistema educativo no responde a esas necesidades y quizá quepa reformarlo. Algunos sólo pedimos que se tenga en cuenta  a los buenos humanistas a la hora de hacerlo.