Últimamente se ha
producido una más que justa indignación entre los círculos académicos, a propósito de la publicación en el
BOE del currículum de la asignatura de Religión Católica para Enseñanzas
primaria, Secundaria y Bachillerato.
Se argumenta desde los mencionados círculos, no sin razón, que los
contenidos sobre los que pontifica esta asignatura invaden competencias de
otros ámbitos, fundamentalmente científicos, para introducir una cuña de
acrítico dogmatismo entre las explicaciones cosmológicas de carácter racional.
Sin embargo la Jerarquía Eclesiástica, responsable de la redacción del
currículum, tiene una respuesta para estas acusaciones: desde un punto de vista
educativo las explicaciones basadas
en la evidencia empírica y/ o demostrativa, son insuficientes para comprender
la naturaleza y origen del Universo, caso de no suponerse elementos de carácter
teológico que las fundamenten.
Con objeto de conseguir que los alumnos obtengan una respuesta integral a
los interrogantes cosmológicos, la Iglesia justifica esta intromisión en el
currículum de otras asignaturas asegurando que ellos tienen conocimiento de
esos elementos, y pueden ponerlos a disposición de quien lo desee.
Así, lo que la Iglesia Católica pretende es conciliar la justificación
teológica con la -irrenunciable- evidencia científica, de manera que aquélla
venga a erigirse en una suerte de fundamento necesario de ésta.
Los obispos, además, se arrogan el derecho a introducir estos criterios en su
asignatura, dado que el Concordato revisado en los albores de la democracia les
habilita para diseñarla a su antojo y sin posibilidades de enmienda por parte
de las autoridades educativas laicas.
El conflicto no es nuevo, y las razones que cabe atribuir a esta especie de
intrusión profesional no son desconocidas, pudiendo encontrarse en la propia
idiosincrasia del catolicismo: la doctrina establecida por los sucesivos
herederos de Pedro, en concilios como el Vaticano I (1869/70) o encíclicas como
Qui Pluribus de Pio IX, que vio la luz en 1846 o Fides
et Ratio de Juan Pablo II, de 1998, afirman que el catolicismo debe ser
refractario a todo fideísmo, a la idea de que la fe sola se basta para alcanzar
la Verdad última que dote de sentido a la existencia.
De este modo la intelectualidad de la Iglesia argumenta desde los
presupuestos de la filosofía de San Agustín y sobre todo Santo Tomás, que la
razón no sólo puede y debe ser compatible con la fe, sino que el conocimiento
racional es una de las vías para explicar
esta Verdad, no obstante su incapacidad para comprenderla en su
totalidad sin el auxilio de elementos teológicos.
Curiosamente, los presupuestos tomistas son reconocidos como fundamento de
toda ciencia en el Concordato firmado por Franco en 1953 -base del firmado en
1979- y algunos colaboradores de eldiario.es
han mostrado cómo sus ecos perviven en el
currículum actual.
Lo que querría sugerirse desde esos supuestos es que siendo verdadera
en algún aspecto la explicación científica, por sí misma resultaría
insuficiente para la comprensión profunda del carácter misterioso de la
existencia del Universo y por extensión, de los seres vivos que la
pueblan.
Es decir: la ciencia explica el “qué” o el “cómo”, pero es incapaz de
explicar el “porqué” de la misma.
Desde ese punto de vista tomista, lo que debiera hacer la ciencia es
contribuir ad maiorem dei gloriam, mostrando mediante los argumentos
finalista y del diseño el supuesto equilibrio y la perfección del Universo
Creado, de manera que ésta acabase por convertirse en un inesperado aliado de
la fe. Consecuentemente, la Iglesia nunca renunciará al ascua científica
mientras pueda arrimarla a su sardina teológica, aunque esto suponga pervertir
los contenidos del conocimiento racional.
Todos estos argumentos han sido criticados muchas veces por los filósofos y
científicos de las más diversas épocas. La mayor parte de esas críticas son
acertadas, porque apuntan a las falacias, sesgos cognitivos, prejuicios
teóricos y burdas antropomorfizaciones sobre las que se sustentan. No
entraremos aquí en una enumeración de los contraargumentos, por ser fácilmente
accesibles en otros lugares dedicados a ello.
Baste decir, sin embargo, que la crítica principal debe basarse en el error
epistemológico que subyace en la idea de que una verdad pueda fundamentarse en
un misterio: la naturaleza inaccesible del sentido del Universo se esclarece
según la Iglesia en la Verdad incuestionada e incuestionable de un dogma, que
actúa a la vez como premisa y como conclusión.
Así mismo, cabe hacer una crítica intencional y no ya puramente
epistemológica; ésta se sustanciaría en el hecho de que el fomento del análisis
crítico que el currículum de religión hace conciliar con los imperativos de la
Ley educativa, se orienta sólo hacia los aspectos científicos, y nunca hacia la
Verdad religiosa.
Pero en contra de lo que afirma la Iglesia, no puede asumirse un espíritu
crítico mientras se suponga como fundamento una Verdad absoluta no accesible al
mismo, puesto que una y otra actitud son excluyentes por definición.
La insistencia de la Iglesia en excluir los dogmas de fe del alcance de la
razón crítica responde a la pretensión de que éstos sean obedecidos, y no
escrutados. Si en algún lugar queda algo de espacio para el fideísmo en la
Iglesia Católica es aquí: no se cuestiona lo que simplemente debe asumirse por
fe.
Así, por todo lo expuesto, debemos reconocer que resulta cuanto menos
chocante el hecho de que el Ministerio de Educación, al que se supone cierta
neutralidad, se avenga a permitir que los obispos introduzcan razonamientos tan
discutibles y como mínimo contradictorios con gran parte del currículum de
muchas otras asignaturas, con la sola excusa de que existe un concordato: los
acuerdos internacionales no deben pasar por encima de los derechos
fundamentales, y deben basarse en supuestos veraces y racionales, de manera que
puedan estar sujetos a discusión jurídica. Es difícil creer que la imposición
de misterios que contradicen los principios educativos cumpla con estos
requisitos, y que éstos deban ser aceptados dogmáticamente por las autoridades
educativas sin plantearse su idoneidad, porque ¿sería posible que alguno de esos
aspectos contraviniese ciertos imperativos legales?
Precisamente en este sentido resulta mucho más que misterioso, directamente
dañino, un hecho sobre el que no se ha llamado suficientemente la atención. Me
refiero a la afirmación que se hace en los criterios de evaluación del segundo
curso de primaria: “incapacidad de
la persona para alcanzar la felicidad
por sí misma” o bien, en los de sexto curso “Reconocer y aceptar la necesidad
de un Salvador para ser feliz” así como los de bachillerato: “Dar razón
de la raíz divina de la dignidad humana” o "Aprender, aceptar y respetar que el criterio ético nace del reconocimiento
de la dignidad humana" para justificar posteriormente en los
estándares de evaluación que el alumno debe “Descubrir, a partir de un visionado
que muestre la injusticia, la incapacidad de la ley para fundamentar la
dignidad humana” y “Comparar
con textos eclesiales que vinculan la dignidad
del ser humano a su condición de creatura”
En efecto, el colectivo de profesores de Filosofía debe reconocer aquí
algunos de los presupuestos de las principales escuelas éticas, bien aquellos
que refieren al carácter material de las mismas -la necesidad de alcanzar la
felicidad según los sistemas basados en la filosofía de Aristóteles- , bien la
de los formalismos kantianos, que aseguran que los fundamentos de la acción
humana deben provenir de una suerte de reflexión personal que los incline al
cumplimiento del deber, y no deben vincularse a elementos materiales o externos, ya sean la búsqueda de un bien concreto o la
misma felicidad. Estas éticas de raigambre kantiana suponen la autonomía del
ser humano para dotarse a sí mismo de una Ley Moral, que por su propia
estructura racional, debe ser universal.
Según Kant:
"La autonomía,
es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda
naturaleza racional" (Kant, I. 1996, 49)
Y esta autonomía asegura que sólo en
sí mismo puede hallar el ser humano el fundamento para desarrollar una ética
basada en su capacidad para actuar
conforme al deber de cumplir con la Ley Moral. Esto supone que su dignidad
reside en su autonomía. Ello es coherente con el imperativo práctico que
pretende erigir al ser humano como fin en sí mismo, y nunca como medio para
alcanzar cualquier otro fin, sea éste un bien o no lo sea.
Kant negaría pues, la fundamentación teológica de la dignidad humana -que
los católicos basan en la semejanza del ser humano con Dios- de manera que en
ningún caso la obediencia a los dictados del Ser Supremo convirtiese al ser
humano en un medio para alcanzar los mismos. El de Konigsberg llega a sugerir
que un ser santo cuyas inclinaciones coincidiesen de pleno con el cumplimiento
por deber de la Ley Moral, no estaría actuando autónomamente, sino como una
suerte de robot moral.
No entraremos a discutir si la universalidad moral kantiana es o no
realizable. De lo que se trataría ahora es de mostrar cómo subrepticiamente el
catolicismo pretende erigirse por un lado en sustento axiológico de cualquier
ética material -al introducir a Dios como único garante de la felicidad o al
identificarlo como el supremo Bien- y por el otro intenta negar la autonomía
moral del ser humano al mostrar el supuesto origen divino de la dignidad
humana, lo que supone una apelación indirecta al kantismo para minar igualmente
sus supuestos.
Así, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, redactada por
Pablo VI en el contexto del Concilio Vaticano II en 1965, se dice en el punto
16:
“En lo más
profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él
no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz
resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que
debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita
aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en
cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado
personalmente.”
En nuestra opinión, este último extremo es particularmente grave, por
cuanto subordina la autonomía a la dependencia y la reflexión crítica a la pura
obediencia, lo que directamente contradice los objetivos de las últimas leyes
educativas, incluida la LOMCE:
b)
Consolidar una madurez personal y social que les permita actuar de forma responsable
y autónoma y desarrollar su espíritu crítico.
h)
Conocer y valorar críticamente las realidades del mundo contemporáneo,
sus antecedentes históricos y los principales factores de su evolución.
Participar de forma solidaria en el desarrollo y mejora de su entorno social.
Y esta es la base del principal problema que nos ocupa: según el Catecismo
de la Iglesia Católica ¿Quién puede
erigirse en intérprete de la Ley de Dios, dado que negamos la autonomía
humana?¿A quién debemos obediencia si
queremos considerarnos morales, puesto que no hay un criterio autónomo ni
heterónomo fuera de Dios para garantizar esta moralidad?
La respuesta es obvia: la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, que no
sólo posee la Verdad del Misterio Cosmológico, sino el acceso a los designios
del Creador, que deben ser obedecidos, no razonados e interpretados según un
criterio racional y crítico:
"El oficio de interpretar auténticamente la
Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al
Papa y a los obispos en comunión con él." (Catecismo de la Iglesia Católica
Nº100)
En este mismo sentido cabría preguntar si se ha planteado el Ministerio el
significado de afirmaciones como las de que la Ley -se supone que se refiere al
corpus legislativo del Derecho Positivo- es incapaz de fundamentar la dignidad
humana, porque la mencionada asimilación de la dignidad con sus bases
teológicas podría tener consecuencias inesperadas; ¿Qué sucedería si alguna de
aquellas leyes positivas entrara en abierta contradicción con la interpretación que de la Ley de Dios
hace la Iglesia Católica?¿En nombre de la obediencia divina podría alentarse la
desobediencia civil?
Así pues lo que debiera preocupar a los legisladores españoles es si
ciertas recomendaciones de la Iglesia podrían instar al incumplimiento de
mandatos constitucionales, por lo general basados en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos y que vienen recogidos en los mencionados objetivos de
secundaria y bachillerato de la propia Ley Educativa:
a)
Ejercer la ciudadanía democrática, desde una perspectiva global, y adquirir una
conciencia cívica responsable, inspirada por los valores de la Constitución
española así como por los derechos humanos, que fomente la
corresponsabilidad en la construcción de una sociedad justa y equitativa y
favorezca la sostenibilidad.
¿Existe algún tipo de precepto semejante en el ordenamiento
jurídico/teológico de la Iglesia católica?
Según la Congregación para la doctrina de la fe en su Instrucción Donum Veritatis, subtitulada "Sobre
la vocación eclesial del teólogo" y redactada en 1990 por el entonces
Cardenal Joseph Ratzinger:
"Como lo ha recordado la
declaración Dignitatis humanae, ninguna autoridad humana tiene el
derecho de intervenir, por coacción o por presiones, en esta opción que
sobrepasa los límites de su competencia. El respeto al derecho de libertad
religiosa constituye el fundamento del respeto al conjunto de los derechos
humanos. Por consiguiente, no se puede
apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del Magisterio.
"
Es decir, los propios Derechos Humanos garantizan el respeto a la libertad
religiosa, y si en el ejercicio de la libertad religiosa un fiel contradice los
Derechos Humanos, éstos no pueden suponer un obstáculo para coartarla. Esta
afirmación recuerda gravemente a la sentencia que llama a aprovecharse de la
democracia para derribarla, y constituye otro de esos juegos de palabras
escolásticos que cualquier persona razonable no puede tolerar. Tal y como se
demuestra en un artículo publicado por este mismo
periódico, es un argumento
que la Jerarquía eclesiástica no duda en utilizar.
Pero señalar el espíritu expansivo/invasivo de la Jerarquía no debe
llevarnos a cargar las tintas sobre la religión; en honor a la verdad, debe
decirse que gran parte de los preceptos cristianos tienen un carácter no sólo
respetuoso, sino profundamente humanista. También sería justo reconocer que las
más de las veces la aplicación de las leyes positivas es bastante laxa en lo
que respecta al cumplimiento de los mandatos de esa Ley fundamental que es la
Constitución. Pero ello no es óbice para señalar el peligro que supone esa
justificación de la supremacía de la Ley divina sobre la humana.
Para no crear un alarmismo excesivo, debiéramos reconocer igualmente que en
un aspecto pragmático parece poco probable que los alumnos que escojan Religión
Católica vayan a dejarse llevar por criterios que entren en contradicción con
las respuestas racionales, ya sea en los ámbitos de la Ciencia Natural o el
Derecho Positivo. En un mundo altamente tecnificado, donde muchas veces las
respuestas científicas o la lucha democrática han resuelto más cosas que la
santa voluntad de los entregados a Dios, aun siendo creyentes las personas
tienen claro que resulta más fácil inclinarse por la razón que por la fe; saben
que el ejercicio de la autonomía es exigente pero liberador, y que la
obediencia acrítica hacia un Ser que nos habla de amor pero cuyos súbditos no
siempre predican con el ejemplo es cosa de otro tiempo.
O quizá sería mejor decir que lo sabían, puesto que desde que la
LOMCE ha entrado en vigor, eliminando la Educación Ético Cívica como asignatura
obligatoria, los alumnos que cursen Religión Católica ya no tendrán una
asignatura que ponga en su conocimiento los principales criterios éticos de
autonomía, conciencia crítica y ciudadanía responsable que se suponen objetivos
exigibles a la Ley educativa.
La pregunta sería entonces... ¿A qué esa insistencia por parte del
Ministerio en reorientar los criterios educativos hacia los parámetros de
obediencia, fe, acriticismo y misterio, eliminando incluso las asignaturas que
favorecen el pensamiento autónomo y crítico?
¿Puede tener algo que ver con el silenciamiento, leyes mordaza mediante, de
cualquier atisbo de crítica a poderes fácticos que creíamos olvidados?¿Con el
cercenamiento de la libertad de expresión?¿Se pretende educar a los ciudadanos
en la obediencia y la resignación? ¿Puede ser constitucional una Ley que
alberga semejante currículum oculto?
Este es el verdadero misterio que subyace a la enseñanza de la Religión
Católica en España.
Ángel Vallejo.
Este artículo fue publicado en eldiario.es el día 4/4/2015
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